Todos, alguna vez en la vida, somos jóvenes. Todos, también, tenemos la oportunidad de ser niños. El caso de Julián no fue la excepción. Él estudiaba la primaria y tenía a sus dos mejores amigos, Marcos y Daniel; tenía algunas actividades por la tarde y normalmente hacía la tarea. Era un niño promedio, pero había algo en él que lo distinguía de los demás niños, su entusiasmo por ser mejor.

Julián jugaba tochito con sus compañeros de la escuela. Tochito es una especie de fútbol americano en el cual se sustituye la fuerza física por unas banderolas que se cuelgan en las caderas, al remover la banderola es como si la persona hubiese sido tacleada.

Dos veces a la semana el equipo se quedaba a entrenar después de clases. Julián era receptor (las posiciones en tochito no son tan elaboradas). Parte del entrenamiento consistía en que el quarterback lanzara pases a cada uno de los miembros del equipo. En esta situación –por supuesto en los juegos también, era cuando se notaban las ganas de Julián por ser mejor de lo que había sido el día anterior.

No dejaba que ni un solo pase se le escapara de las manos. Corría, se estiraba, brincaba y hasta marometas daba para atrapar el ovoide. Eso lo tenía muy contento, porque aunque no fuera el mejor jugador del equipo, él sentía que al dar su mayor esfuerzo mejoraba un poco cada día.

Aconteció que el niño se convirtió en joven. Al tomar una de las decisiones más difíciles de su vida, Julián optó por estudiar economía. Sin embargo, una de sus clases era de redacción y aunque no le interesara en lo más mínimo, era obligatoria.

El profesor de redacción notó algo curioso del grupo. Casi nadie sabía las reglas de acentuación. Son muy sencillas, les decía. Pero los alumnos, inclusive Julián, se negaban a aprenderlas. Algunos argumentaban que nunca habían sido buenos para eso, a otros muchos les daba flojera y el joven estudiante pensaba que todo era una pérdida de tiempo.

Así pasó todo el semestre, el maestro alentó a los alumnos para que aprendieran las (no muy complicadas) reglas de acentuación y los jóvenes, en su mayoría, se negaron a hacerlo. Julián fue uno de los que no lo hizo.

Julián seguía siendo tan ambcioso como de pequeño, pero sin notarlo, le estaba dando la espalda a sus ideales. ¿Cómo se puede dar lo mejor de uno mismo si se niega a aprender algo? Además, en este caso, algo sencillo que rápidamente se puede dominar.

Con este relato no procuro que la gente quiera aprender las reglas de acentuación. Eso ya lo traté en otra nota. No, lo que intento es hacer notar lo incongruentes que podemos llegar a ser con nosotros mismos.

Los niños tienen una facilidad enorme para adaptarse a las circunstancias y cambiar con su entrono. Esa habilidad eventualmente se pierde, o al menos, parece que se pierde. Pero la cosa es que esa habilidad se puede recuperar muy fácilmente. El chiste es estar en constante movimiento y jamás dejar de querer aprender cosas y eventualmente aprenderlas, por supuesto. Decirle ‘no’ a situaciones retadoras solamente nos echa para atrás.

Hay que ser como niños en ese sentido. Debemos ver el mundo con los ojos llenos de curiosidad y hacer lo que podamos para tratar de cachar el balón. Y tal vez no seamos los mejores en lo que hacemos, pero si nos damos cuenta que la competencia real es con nosotros mismos y que el chiste no es ser mejor que el otro (eso vendrá orgánicamente), sino mejor que nosotros mismos; es entonces cuando las incongruencias se disuelven y se puede vivir tranquilamente sabiendo que se está dando el 100% en lo que se hace.

Al final, Julián nunca se dio cuenta de la incongruencia que cometía. Y aunque se convirtió en un existoso banquero, jamás en su vida estuvo cerca de ganar el Premio Nobel de literatura.